Gabriel Moyssen
Nos acercamos al doceavo aniversario del estallido político y social en el mundo árabe que detonó la autoinmolación en protesta del vendedor ambulante Mohamed Buazizi en Túnez en diciembre de 2010 y la oportunidad es propicia para abordar cómo fue visto por académicos mexicanos, justo ahora que parece cerrarse un ciclo con el referéndum que aprobó una nueva Constitución en ese país del Magreb.
Para ello, hago referencia al libro El pueblo quiere que caiga el régimen, coordinado por el investigador Luis Mesa Delmonte y publicado por El Colegio de México en 2012, es decir a casi dos años de que el movimiento de cambio en las naciones árabes se extendiera e influyera en sus vecinos Turquía e Israel, así como incluso en Estados Unidos con las manifestaciones de Ocupemos Wall Street.
Puntualiza Mesa Delmonte, profesor del Centro de Estudios de Asia y África del Colmex, así como secretario general de la Asociación Latinoamericana de Estudios de Asia y África, quien falleció en 2018, que el común denominador de las protestas fue “el hartazgo con liderazgos y regímenes de larga data, la carencia de libertades y limitaciones impuestas a los derechos de expresión, la violación de derechos humanos elementales, el control de los procesos electorales, la carencia de una representatividad política real, las políticas represivas de muchos de estos regímenes, los procesos judiciales no transparentes (…) y los deseos por construir una sociedad más democrática”.
Sin embargo, explica, no todo puede atribuirse a una “revolución democratizadora” inspirada en lo político, ya que intervinieron elementos sociales y económicos como el desempleo, bajos salarios, el alto precio de los alimentos -el mundo no salía aún de la crisis que inició en 2008 en EU-, la corrupción, el descontento juvenil y la sensación de injusticia y desigualdad generada por la polarización que trajo el modelo neoliberal.
A propósito de modelos, los especialistas que participaron en la obra se remontan a la última etapa de la modernidad otomana al inicio del siglo XX que llevó a la industrialización, el debate público y el surgimiento de clases obreras, comerciantes y profesionales en El Cairo o Damasco. Pasado el periodo de las guerras mundiales y la descolonización, los gobiernos revolucionarios que sustituyeron a monarquías en Egipto, Siria e Irak emprendieron grandes transformaciones, pero el pacto social resultó, a partir del conflicto árabe-israelí, un pacto de seguridad. “Este consistía en que las clases medias consintieran al autoritarismo a cambio del laicismo y de la modernidad”.
Destacan también el papel de la religión islámica, que aglutinó a corrientes antiimperialistas durante el siglo XIX con las hermandades sufíes y el impacto de la Revolución Iraní en 1979; ante el autoritarismo que imposibilitaba el debate público y la participación política por vías no clientelares, lo mismo que las limitaciones para reducir la pobreza, “los últimos 30 años resultaron en el renacimiento del Islam político como lenguaje contestatario”, sostiene Camila Pastor, doctora en antropología sociocultural por la Universidad de California en Los Ángeles.
Pastor refiere que en las raíces más frescas de la “primavera”, después de 1980, se hallan al lado de la reislamización los movimientos seculares que se nutrieron del discurso internacional de los derechos humanos y las organizaciones no gubernamentales; el auge demográfico, la incorporación de la mujer al trabajo formal y el retraso de la edad matrimonial. Los vectores de la disidencia, afirma, condujeron en 2008 al antecedente directo de las protestas con la crisis de la cuenca minera de Gafsa en Túnez y la huelga de trabajadores textiles de Mahalla al Kubra en Egipto.
Marco geopolítico
Gilberto Conde, profesor-investigador de El Colegio de México, a su vez, hace una revisión del marco geopolítico para aseverar que los cambios suscitados en los años 70 y el fin de la Guerra Fría propiciaron una situación favorable a Washington que se expresaría en la guerra de 1991 con Irak y las invasiones de Afganistán y del mismo Irak en 2001-03.
Fue el presidente George W. Bush quien planteó en 2005 la reforma política para el “Gran Medio Oriente y África del Norte” (BMENA Initiative); no obstante, correspondió a Barack Obama, ya al calor de las insurrecciones, enunciar en 2011 una estrategia de apoyo económico y militar, dice Conde, a los movimientos y gobiernos que buscaran instaurar “la democracia”. Una estrategia, cabe enfatizar, en la que jugaron un papel clave las nuevas tecnologías de la comunicación como las redes sociales y que no debía implicar los altos costos en que incurrió Bush con la fallida “construcción de naciones” en Kabul y Bagdad.
Casi doce años después, el saldo de lo ocurrido está a la vista de todos. Ya al cumplirse la primera década del dramático suicidio de Buazizi el Consejo de Relaciones Exteriores (CFR) de EU resumía que los levantamientos “produjeron modestas ganancias políticas, sociales y económicas para algunos habitantes de la región. Pero también encendieron una violencia horrible y duradera, desplazamientos masivos y una represión que empeoró”.
El CFR consignó que en ninguno de los países que analizó -Bahrein, Egipto, Túnez, Siria, Libia y Yemen- en indicadores como “democracia, desempleo juvenil, libertad de prensa y de Internet, corrupción y empoderamiento de la mujer”, el nivel de vida “mejoró significativamente desde las revoluciones e incluso ha declinado en las áreas arrasadas por conflictos”, lo que no puede sorprender ante la dimensión de las guerras que todavía hoy arden en las tres últimas naciones citadas, donde la intervención de potencias como Estados Unidos, Rusia y Turquía -y, en el caso de Yemen, de vecinos como Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos- constituye un factor preponderante.
Considerado el único país del que emergió una democracia tras la “primavera árabe”, que terminó la dictadura de 23 años de Zine el Abidine Ben Alí, Túnez vive hoy profundos cambios al transitar del parlamentarismo hacia el presidencialismo luego de que con casi 95 por ciento de los votos se aprobó una nueva Constitución el 25 de julio, que el presidente Kais Saied ha definido como el establecimiento de “una nueva república diferente a la que tuvimos en los últimos diez años”.
En efecto, la Carta Magna impulsada por Saied -quien este año disolvió el Parlamento y empezó a gobernar por decreto “para corregir el curso de la revolución” y combatir la corrupción- otorgará facultades al Ejecutivo para designar al Jefe de Gobierno (primer ministro) y altos cargos civiles y militares, así como para destituirlos; el Parlamento quedará limitado para retirar su confianza al gobierno y el Ejecutivo podrá adoptar “medidas de excepción” en caso de amenazas a la seguridad nacional, además de gobernar por decreto hasta que un nuevo Parlamento electo (Asamblea de Representantes Populares, unicameral) tome posesión.
Un profesor poco conocido
Elegido en 2019 como un poco conocido independiente social conservador respaldado por los islamistas moderados del Partido del Renacimiento o Movimiento Ennahda, el exprofesor de leyes Saied, de 64 años, se suma así a las tendencias autoritarias y populistas que recorren el mundo, desde EU y México hasta Rusia y Filipinas tratando de responder a las crisis derivadas del paradigma globalizador neoliberal.
En Túnez, el camino hacia esta salida, que para sindicatos, intelectuales, organismos no gubernamentales y el Frente Nacional de Salvación -que agrupa a Ennahda y otros partidos opositores- equivale a un “golpe” y una “dictadura”, quedó allanado por la incapacidad de los gobiernos de coalición salidos del mismo Ennahda para resolver los problemas sistémicos de la economía del país, donde persiste la migración a Europa, el efecto de la pandemia de Covid-19 y las contradicciones entre su propuesta islamista y el secularismo.
Mientras algunos encuentran similitudes entre la nueva Constitución y la que en 1959 afianzó el poder de Habib Burguiba, el líder que independizó al país magrebí de Francia, Saied enfrenta en lo inmediato el reto del equilibrio de fuerzas que emergerá de su proyecto y la investigación por lavado de dinero sobre Rachid Ghannuchi, dirigente de Ennahda y expresidente del Parlamento, quien niega los cargos y reconoce que la resistencia a la agenda de Saied se debilitó por las divisiones entre los legisladores y la falta de progreso en Túnez.
“Es cierto que los últimos diez años no fueron de prosperidad”, dijo Ghannuchi, pero sostiene que “diez años de libertad no fueron borrados y todavía permanecen en las mentes y los corazones de la gente”.